Lo ideal es que la investigación proporcione resultados verosímiles y útiles para los clínicos, que en su quehacer cotidiano pueden beneficiarse de ellos. Sin embargo, en los últimos años la investigación arroja con frecuencia datos que son valorados con escepticismo por los clínicos. Respuesta a placebo del 30-40% en pacientes psicóticos, respuesta equivalente entre todos los antidepresivos en casi todas las patologías analizadas y la elevada comorbilidad entre todos los trastornos, son datos que generan incredulidad.
Esta situación va incrementando la separación entre investigadores y clínicos, pues éstos se muestran ajenos a unos datos que no confirman su experiencia profesional cotidiana. El origen de estas discrepancias no es fácil de analizar y es difícil de objetivar. Al margen de los factores conceptuales, que no analizaremos en este momento (confusión entre coexistencia de síntomas y coexistencia de enfermedades, abandono del diagnóstico jerárquico e introducción del concepto de espectro, criterios diagnósticos que aumentan la fiabilidad pero no la validez, etc), vale la pena llamar la atención sobre cómo y quién generaba la investigación en el pasado y quién lo hace en la actualidad.
Antaño el período de formación de los clínicos era parsimonioso, de forma que a lo largo de los años se gestaba una sólida formación, hasta que el profesional alcanzaba niveles académicos y/o asistenciales elevados. Fruto de su formación, integración en equipos solventes e inquietud, la investigación era un subproducto derivado de la clínica, que los profesionales veteranos transmitían, a través de un pensamiento propio, a los discípulos más jóvenes. La necesidad de publicar no era tan apremiante como en la actualidad, cuando, según los países, gran parte de los ingresos económicos y de la supervivencia de los equipos radica en las publicaciones, por lo que publicar es no sólo el fruto maduro de una inquietud sino de una necesidad forzada.
En el marco actual, de manera progresiva, se ha implantado la figura del investigador, cuya actividad no es asistencial sino que se centra fundamentalmente en un tema o enfermedad concreta, y el número de pacientes que atiende es el pequeño número seleccionado que constituye la muestra. La disociación se produce porque los profesionales de la investigación inician su actividad investigadora muy jóvenes, sin haber pasado demasiados años inmersos en una vida profesional dedicada al ejercicio amplio de la especialidad. Carecen de conocimientos generales sobre ella, sin posibilidad de consolidar las enseñanzas, aprender a establecer diagnósticos diferenciales, enfrentarse a casos difíciles o atípicos y adquirir estrategias prácticas de conocimiento y tratamiento.
Por estas razones, la forma de diagnosticar de los clínicos y los investigadores es diametralmente opuesta. Mientras que los primeros diagnostican al margen de los criterios diagnósticos actuales (CIE-10; DSM-5) y sólo posteriormente intentan encontrar acomodo a su diagnóstico clínico en el seno del sistema oficial, los investigadores aplican con sistemática rigidez los sistemas de clasificación en un grupo seleccionado de pacientes que conforman la muestra, de manera que la investigación queda acotada a un grupo muy sesgado, que no siempre es representativo del mundo real. Numerosos autores refieren que menos del 30% de los pacientes de una población clínica son seleccionables para los estudios.
Todo ello constituiría sólo un problema relativo si las categorías diagnósticas estuvieran muy bien validadas en psiquiatría, pero desgraciadamente esta no es la realidad y, por consiguiente, los resultados que arroja la investigación moderna aparecen muchas veces como discutibles y poco útiles.
Laboratorio de Investigaciones Biológicas, Madrid, 1915. Desde izq: Gonzalo Lafora, Domingo Sánchez, Jose Mª Sacristán, Manuel Gayarre, Achúcarro, Ramón y Cajal, Luís Illera, Juan de Dios Sacristán,y dos conserjes |
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