"Mirar las cosas de cara, ser capaces de sorprendernos, tener curiosidad y un poco de coraje; saber preguntar y saber escuchar; evitar los dogmas y las respuestas automáticas; no buscar necesariamente respuestas y aún menos fórmulas magistrales" (Emili Manzano)

viernes, 5 de febrero de 2016

LA PERLA DEL AMOR (1925), POR HERBERT G. WELLS


Dedicado a aquellos que empezaron a investigar por amor a la medicina y terminaron escudriñando por amor al impact factor.

"La perla es más hermosa que la más brillante de las piedras cristalinas, declara el moralista, porque está hecha con el sufrimiento de un ser vivo."

La historia se desarrolla en la India que, de todas las tierras, es la más fértil en sublimes historias de amor. Había un joven príncipe que era el señor de la tierra y encontró a una doncella de belleza y encantos inefables, la hizo su reina y puso su corazón a sus pies. Su amor, rebosante de alegría era el más exquisito, atrevido y maravilloso que se pudiera soñar. Disfrutaron de él durante un año y parte de otro, y luego, de repente, a causa de una picadura venenosa, ella murió.

Ella murió y durante un tiempo el príncipe sufrió una postración total. Estaba taciturno y paralizado por el dolor. Temían que se suicidara y no tenía ni hijos ni parientes que le sucedieran. Tres días y tres noches pasó echado, ayunando, a los pies de la camilla que sostenía el sereno y precioso cuerpo de su amada. Después se levantó y comió y anduvo por allí con mucha templanza como alguien que ha tomado una gran decisión. Hizo que pusieran su cuerpo en un ataúd de plomo mezclado con plata que iría en un féretro hecho de las maderas más preciosas y perfumadas bañadas de oro que, a su vez, se introduciría en un sarcófago de alabastro con incrustaciones de piedras preciosas.

Y mientras hacían todo eso, él pasaba la mayor parte del tiempo en los estanques, en los jardines y en aquellos salones de palacio que más habían frecuentado juntos, pensando amargamente en su encantadora belleza. No desgarró sus vestiduras ni se humilló con cenizas y arpillera como mandaba la costumbre porque su amor era demasiado grande para esas extravagancias. Al fin se presentó ante sus consejeros y su pueblo y les dijo que tenía un designio que realizar.

Dijo que nunca jamás  podría tocar a una mujer, así que encontraría a un joven adecuado al que adoptaría como heredero y prepararía para la tarea, pero por lo demás se entregaría con todo su poder, su fuerza, su riqueza a erigir un monumento digno de la incomparable y amada esposa muerta.  Tendría que ser un edificio de una gracia y belleza perfectas, más maravilloso que ninguno de los que habían existido o pudieran existir jamás, de forma que produjera asombro hasta el fin de los tiempos, y los hombres hablaran de él y desearan verlo y vinieran a visitarlo desde todos los confines de la Tierra y recordaran el nombre y la memoria de su reina. El edificio, dijo, habría de llamarse La perla del amor. Los consejeros y el pueblo aceptaron y él se puso a a la labor.

Año tras año los dedicó todos a construir y a adornar La Perla del amor. Una gran fábrica fue labrada en la roca viva en un lugar desde donde uno parecía estar mirando a la nevada desolación de la gran montaña más allá del valle del mundo.  Allí pusieron el sarcófago de alabastro bajo un pabellón de ingeniosa maestría. A su alrededor colocaron columnas de una piedra preciosa y extraña con paredes labradas y caladas y un gran tambor de mampostería del que surgía una bóveda y pináculos y linternas, todo tan exquisito como una joya. Al principio el diseño de La perla del amor era menos audaz y sutil de lo que se volvió más tarde. Había muchas pantallas perforadas y delicados grupos de columnas rosadas y el sarcófago yacía como un niño que duerme entre las flores. La primera cúpula estaba cubierta con tejas verdes sujetas con plata, pero todo esto se retiró porque parecía muy cerrado, porque no se elevaba con grandeza suficiente para la ambiciosa imaginación del príncipe.

Pues por entonces ya no era el joven grácil que había amado a la juvenil reina. Era ya un hombre grave y decidido, totalmente entregado a la construcción de La perla del amor. Cada año de esfuerzo había aprendido nuevas posibilidades en los arcos, las columnas y los contrafuertes. Había adquirido un dominio total sobre los materiales a emplear y había conocido cientos de piedras y de tonalidades y de efectos que no hubiera podido ni imaginar al principio. Su sentido del color se había hecho más fino e inteligente. Ya no le interesaba la brillantez del oro esmaltado que le había apasionado al principio. Ahora buscaba los sutiles matices de las grandes distancias, las sombras recónditas, y la grandiosidad y el espacio. Se cansó de esculturas, cuadros, incrustaciones y de todos los trabajos pequeños y minuciosos de los hombres.

- Aquéllas eran cosas bonitas -dijo de sus primeras decoraciones, e hizo que las pusieran en edificios secundarios donde no molestaran. Su arte se hizo más y más grandioso. La gente vio con asombro elevarse a La perla del amor hasta alcanzar extensión, altura y magnificencia sobrehumanas.

- Son maravillosos los milagros que puede realizar el amor -susurraban, y todas las mujeres del mundo, independientemente de los otros amores que tuvieran, amaban al príncipe por el esplendor de su devoción.

En medio del edificio había una gran nave. El panorama le interesó cada vez más al príncipe. Desde la entrada interior miraba a lo largo de una inmensa galería de columnas cruzando la zona central de la que hacía tiempo que habían desaparecido las columnas de tonos rosados, por encima del pabellón bajo el que yacía el sarcófago, a través de una apertura maravillosamente diseñada, a la nevada desolación de la reina de las montañas, a doscientas millas de distancia. Los pilares y los arcos y los contrafuertes y galerías se elevaban y flotaban a ambos lados, perfectos y sin embargo discretos. Cuando los hombre vieron por primera vez aquella austera belleza , se exaltaron y temblaron, y sus corazones se postraron. Muy a menudo el príncipe iba allí a contemplar aquella vista, profundamente conmovido y sin embargo no satisfecho del todo. Siempre mandaba que se cambiara algo, y un día dijo que el sarcófago estaría más claro y sencillo sin el pabellón, e hizo que lo desmantelaran.

Al día siguiente se presentó, pero no dijo nada, y así al siguiente y al siguiente. Luego estuvo tres días y tres noches completos sin venir. Después volvió trayendo con él a todos sus arquitectos, a todos los maestros artesanos, y a toda su comitiva real.

Todos contemplaron, silenciosos y apiñados, la serena intensidad que habían logrado. No había ni huella de esfuerzo en su perfección. Era como si el Dios de la belleza natural les hubiera arrebatado la paternidad de su obra, prohijándola él mismo.

Sólo había una pequeña cosa que impedía la harmonía absoluta, y era cierta desproporción en el sarcófago. ¿Cómo lo iban a haber agrandado si estaba allí desde los primeros días? Saltaba a la vista. Rompía la simetría de las líneas. En aquél sarcófago estaba la urna de plomo y plata, y en la urna de plomo y plata estaba la reina, la inmortal y querida causa de aquella belleza. Pero ahora aquél sarcófago obstaculizaba de forma incongruente la visión de La perla del amor. Era como si alguien hubiera dejado una maleta sobre el océano de cristal del cielo.

El príncipe caviló durante mucho tiempo, pero nadie sabía lo que le pasaba por la cabeza. Finalmente habló. Apuntó al  sarcófago.

- Retiren eso de ahí -ordenó.





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