Gracias a los libros, sabemos que Sócrates desconfiaba de los libros. Los comparaba con la conversación, y le parecían deficientes para reproducir la inteligencia y la vida creadora. Sus argumentos eran los siguientes:
La escritura es un simulacro del habla que parece muy útil para la memoria, el saber, la imaginación, pero que resulta contraproducente. La gente se confía y no desarrolla su propia capacidad. Peor aún: llega a creer que sabe porque tiene libros.
La conversación depende de los interlocutores: quiénes son, qué saben, qué les interesa, qué es lo que acaban de decir. En cambio, los libros son monólogos desconsiderados: ignoran las circunstancias en que son leídos. Repiten lo mismo, sin tomar en cuenta al lector. No escuchan sus preguntas ni sus réplicas. A su vez, las ideas del autor ruedan de mano en mano, expuestas a la incomprensión y huérfanas de su progenitor, que no está ahí para explicarlas o defenderlas.
Los libros reproducen la cosecha, no el proceso creador. En cambio, los discursos sembrados en la conversación, germinan y producen nuevos discursos.
En resumen: la inteligencia, la experiencia, la vida creadora, se desarrollan y se reproducen por el habla viva, no la letra muerta.
Hay en estos argumentos una crítica del progreso que viene de la prehistoria. Son los argumentos contra el fuego domesticado en el hogar y la vegetación domesticada en el jardín; los argumentos de lo natural contra lo artificial, lo crudo contra lo cocido, lo vivo contra lo muerto. Paradójicamente, llegan hasta nosotros por la vía que rechazan.
Sócrates no los escribió, en lo cual fue congruente. Quizá Fedro, socráticamente, los recordó y los hizo fructificar en otras conversaciones, que aprovechó Platón. Quizá Platón, dándose cuenta de la incongruencia de escribirlos, dudó. Afortunadamente para nosotros, optó por la escritura: fue socrático y antisocrático al mismo tiempo. Hizo fructificar en los libros los diálogos que todavía cuestionan nuestra vida libresca.
Es el cuestionamiento que, milenios después, reaparece contra la prensa, el cine, los discos, la televisión, las computadoras.
Pero ¿quién se puede quejar de tener a la mano las obras completas de Platón? Hoy es fácil comprar esos tesoros, a precios que parecen excesivos, aunque son un regalo. Basta compararlos con el costo de comprar un solo cuadro de Van Gogh. O con el coste de sentarse a leer y escuchar atentamente todos los diálogos de Platón.
Hoy resulta más fácil adquirir tesoros que dedicarles el tiempo que se merecen. La productividad moderna reduce el costo de la reproducción mecánica y aumenta el costo de la reproducción socrática. Una conversación inteligente como la de Sócrates y Fedro, quienes se encuentran en la calle, se ponen a hablar de un escrito ingenioso de Lisias sobre el amor y se van caminando hacia la afueras de Atenas para discutirlo, sólo es posible en un mundo subdesarrollado, de baja productividad y tiempo ocioso. En el mundo moderno, yendo cada uno en su automóvil a lo que va, con el tiempo justo para llegar, Sócrates y Fedro no se encontrarían.
Ante la disyuntiva de tener tiempo o cosas, hemos optado por tener cosas. Hoy, es un lujo leer a Sócrates, no por el costo de los libros, sino del tiempo escaso. Hoy, la conversación inteligente, el ocio contemplativo, cuestan infinitamente más que acumular tesoros culturales. Hemos llegado a tener más libros de los que podemos leer. El saber acumulado en la cultura impresa rebasa infinitamente los conocimientos de Sócrates.
Hoy, en una encuesta de lectura, Sócrates quedaría en los niveles bajos. Su baja escolaridad, su falta de títulos académicos, de idiomas, de currículo, de obra publicada, no le permitirían concursar para un puesto importante en la burocracia cultural. Lo cual confirmaría su crítica de la letra: los simulacros y credenciales del saber han llegado a pesar más que el saber mismo.
Los libros y la conversación
Gabriel Zaid
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